16 Nov 2025 El derecho a la no desinformación: Una propuesta desde Bolivia
Erick R. Torrico Villanueva
La desinformación representa un problema real en la vida diaria actual y un obstáculo creciente para el desempeño del régimen democrático. Contrarrestar ese fenómeno es urgente y necesario; hacerlo desde el enfoque de los derechos humanos es plenamente factible. La propuesta para el establecimiento de un nuevo derecho, el derecho a la no desinformación, así lo demuestra. Planteado a partir del análisis del “nuevo marco normativo nacional informativo-comunicacional” de Bolivia, este derecho emerge como una estrategia inédita para enfrentar la manipulación informativa deliberada.
¿Es posible imaginar un derecho que sea útil para contrarrestar la desinformación sin que al mismo tiempo implique la vulneración de otros derechos? La propuesta del derecho a la no desinformación responde afirmativamente a esta interrogante porque se orienta a sortear ese dilema, así como a ofrecer una vía alternativa para enfrentar el creciente problema de la distorsión informativa intencional.
La definición que se plantea al respecto es la siguiente: Es el derecho de toda persona a no ser objeto de engaño informativo deliberado y sistemático que condicione, limite o impida su ejercicio de otros derechos y que, por tanto, atente contra el desenvolvimiento de la sociedad en democracia (Torrico, 2025, p. 134).
Se trata, pues, de una nueva prerrogativa destinada a potenciar la protección de las personas usuarias de información, al igual que la de la convivencia ciudadana pacífica, y que debiera ser considerada para su incorporación en las estructuras normativas existentes en materia de derechos humanos.
En la base axiológica de estos derechos se encuentran la dignidad y la justicia, que solamente pueden ser alcanzables –así sea de modo parcial o por etapas– en el seno de una sociedad fundada en los valores de la libertad, la igualdad, el pluralismo, la participación y la legalidad, es decir, de una sociedad democrática que, como es bien sabido, no puede existir ni desenvolverse al margen de los procesos de información.
El fenómeno de la desinformación, en ese sentido, atenta no solamente contra el derecho a la información de todas las personas, sino asimismo contra la legitimidad y el funcionamiento del régimen democrático.
Este doble riesgo necesita ser previsto y enfrentado por el Estado, que es el encargado de reconocer, respetar, proteger, garantizar y promover los derechos, marco de obligaciones en el cual la progresiva expansión de las facultades ciudadanas legalmente instituidas es determinante.
Complementar el derecho a la información
El derecho a la no desinformación aborda un ángulo que los alcances del derecho a la información no incluyen: el de la calidad de la información que se difunde o se recibe.
No resulta suficiente, como se comprenderá, que las personas tengan la posibilidad concreta de emitir informaciones (libertad de expresión) o de acceder a ellas (libertad de información), pues los contenidos implicados en esos procesos podrían ser engañosos. En otras palabras, lo que además se requiere es fortalecer las bases de la confiabilidad informativa.
La desinformación prolifera y prospera en ámbitos autoritarios signados por una conflictividad intensa en que operan fuentes malintencionadas, por lo general anónimas, cuyo interés primordial es alimentar las pugnas, avivándolas o aun generándolas con semiverdades o falsedades, para obtener el mayor rédito posible, sea político, económico o ambos.
En consecuencia, la confianza en la información está relacionada con la vigencia de un entorno en que imperen los derechos y las libertades, se cuente con medios informativos legalmente establecidos, las fuentes sean responsables y la información sea manejada con profesionalidad, esto es, con sujeción a las reglas técnicas y a los principios éticos correspondientes.
No obstante, es claro que el mayor volumen de información que se pone en circulación en las sociedades actuales proviene de espacios distintos a los convencionales, a los que no siempre es dable exigir ni aplicar los criterios de seriedad y competencia antes señalados.
Por ello es que se hace necesario complementar las previsiones del derecho a la información, lo cual puede ser logrado mediante la adopción de un nuevo derecho que afronte la desinformación en conjunción con otras estrategias afines y que cuide los elementos concernientes a la calidad y confiabilidad de las informaciones.
Como ya fue dicho, si bien en términos abstractos el derecho a la información es la primera víctima de la desinformación, en un plano concreto pero más amplio lo es la democracia, porque aquel fenómeno lesiona severamente las capacidades y posibilidades del conocimiento ciudadano sobre los asuntos de afectación pública, lo mismo que las de su participación en los respectivos procesos de toma de decisiones. El deterioro general de la cualidad democrática deviene, entonces, una de las consecuencias del accionar desinformador.
Para la Organización de las Naciones Unidas (2022, p. 2), la desinformación consiste en “información inexacta, que tiene intención de engañar y que se comparte con el fin de causar un daño grave”, caracterización a la que cabe añadir los tres “ingredientes esenciales” de los mensajes desinformadores que anota Ángel Badillo: “(1) una intención, preferiblemente política; (2) una falsedad, y (3) una presentación formal con apariencia de verdad” (Badillo, 2019, p. 12).
La desinformación no es un hecho nuevo; tiene precedentes en los primeros grandes conflictos de la humanidad. En la historia contemporánea quedó registrado especialmente el proceder que en esta materia desplegaron las dos potencias victoriosas de la segunda conflagración mundial, los Estados Unidos de América y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, que entre 1945 y 1989 se disputaron el control del orden internacional, enfrentándose en la llamada “Guerra Fría” y acusándose de ataques recíprocos de disinformation o desinformatziya. Fue en ese contexto que diferentes Estados terminaron involucrándose, cada vez más evidentemente, en la planificación, financiación y ejecución de acciones de desinformación vinculadas con frecuencia a la noción militar de “guerra psicológica”.
En la última década, la propia política interna de las naciones empezó a verse comprometida con los procesos desinformadores, ante todo en etapas electorales. La utilización intensiva de recursos tecnológicos de información aceleró, simplificó y abarató esas intervenciones manipuladoras en la esfera pública, que cada vez más es construida en el espacio de lo digital y consigue amplia reproducción y repercusión entre los miembros de la sociedad civil.
Las elecciones estadounidenses de 2016, cuando fue denunciada una presunta intromisión rusa que habría favorecido al candidato republicano Donald Trump en desmedro del prestigio de su contendiente demócrata Hillary Clinton, aparte de la utilización no autorizada de millones de perfiles de usuarios para el envío de mensajes personalizados de la campaña de Trump, se consideran hoy como el momento oficial del reingreso de la desinformación en la escena política y social internacional.
Se presume también que otros hechos relevantes ocurridos ese mismo año, como el referendo sobre la salida del Reino Unido de la Unión Europea o el plebiscito que buscaba ratificar el frustrado acuerdo de paz con las denominadas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, al igual que las elecciones presidenciales que entre 2017 y 2022 se desarrollaron en Brasil, Bolivia, Chile, Colombia, Ecuador, México y Perú, fueron objeto de diferentes operaciones desinformadoras.
En el caso boliviano, el antecedente más cercano de estos problemas es el del referendo constitucional del 21 de febrero de 2016 con el que el gobierno de entonces pretendía obtener la autorización para la reelección presidencial continua. El rechazo que recibió ese planteamiento (51,3% del electorado dijo “No”) fue atribuido por los derrotados a una “guerra sucia” en la órbita digital tras conocerse la denuncia de que la empresa china de ingeniería y construcción CAMC Engineering Co. Ltd., gerenciada comercialmente por una exnovia del gobernante, se había adjudicado contratos públicos por 500 millones de dólares de manera irregular.
Así, de modo global, la democracia está hoy atravesada por distintas manifestaciones de desinformación que ante todo es canalizada por las tecnologías informativo-comunicacionales, se ha hecho parte de la dinámica política y, en general, parece haberse instalado como un factor cotidianamente presente incluso en el nivel de algunas relaciones de pequeño grupo.
Solución equivocada
A partir de la experiencia boliviana, condicionada con fuerza por la urgencia de ciertos actores políticos para responder a lo que calificaron de “ataques” desinformadores, surgió en el plano legislativo un conjunto de iniciativas dirigidas a regular el uso de las redes sociales digitales.
Entre mayo de 2016 y marzo de 2023, en ese sentido, fueron presentados a consideración de las Cámaras de Senadores y Diputados ocho proyectos de ley, siete por el oficialismo y uno por la oposición, que coincidieron en su propósito de penalizar la difusión de mensajes que tuviesen contenidos señalables como falsos o denigratorios.
El repertorio de hechos sancionables (tipos de delitos) contemplado en esos proyectos iba desde la calumnia y la difamación o expresiones de tono racista hasta simplemente “la mentira”. En general, tales planteamientos pretendían acallar a los medios que incurrieran en alguna figura de esa tipificación. Se trataba, por tanto, de instaurar un mecanismo restrictivo de la libertad de expresión que algunos pensaron que podía haber tenido un carácter ejemplarizador, mientras otros eran conscientes de que más bien podía alimentar la censura y la autocensura.
Lo positivo de la situación fue que ninguna de esas propuestas llegó a ser tratada de manera efectiva por la Asamblea Legislativa, lo cual evitó que cualquiera de esas posibles normas vulnerara los derechos ciudadanos y violentara los preceptos constitucionales y los principales estándares internacionales relacionados con la materia. Esa vía, la judicialización, era a todas luces una ruta equivocada.
Un nuevo orden normativo de la información y la comunicación en Bolivia
La Constitución Política del Estado aprobada en Bolivia en febrero de 2009 reconoció en su artículo 106 el derecho a la información y la comunicación (DIC), mismo que comprende un conjunto de subderechos, entre ellos los relativos a la libertad de expresión, de opinión y de información; a la rectificación y la réplica; a la libre emisión de ideas sin censura previa; al acceso a la información, a la libertad de pensamiento y al control social de la gestión pública. En esta perspectiva, el DIC es un derecho complejo integrado por otros, cada uno de los cuales, en su momento, puede convertirse en el núcleo que articule a los demás en torno suyo.
Con esa constitucionalización quedó configurado en el país un sistema legal específico para el área, en los hechos un “nuevo orden normativo de la información y la comunicación”, ya que previamente, desde la primera disposición de 1826, la carta fundamental solo consignaba el derecho a la libertad de expresión.
El renovado escenario que implica el citado cambio constitucional en materia de estipulaciones referidas a la información y la comunicación comprende la ampliación del espectro de derechos reconocido, así como la extensión de su aplicabilidad desde el plano individual hasta el colectivo, pero más centralmente conlleva la asunción de valores y principios concernientes a la libertad, la democracia y la inclusión.
Es en ese cuadro que se hace posible y pertinente la proposición de una nueva prerrogativa, pues el campo de los derechos humanos es abierto y permite tanto la aplicación de un determinado parámetro legal a un ámbito o un caso no previstos en la norma positiva (por extensión), como la incorporación en el cuerpo normativo de una solución novedosa para suplir esa falta de cobertura protectora (por integración). El derecho a la no desinformación se inscribe en una combinación de tales opciones, así como adopta el espíritu de las recomendaciones del Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas respecto a extender al espacio digital todos los derechos reconocidos en la Declaración Universal de 1948.
Una estrategia inédita y complementaria
Hasta el momento, en el plano internacional, han sido sugeridas o puestas en práctica cinco estrategias principales no intervencionistas para contrarrestar la desinformación: la moderación de contenidos; la verificación de noticias (fact-checking); la cualificación del periodismo; la alfabetización mediática e informacional y la transparencia activa. La única que implica responsabilidad para el Estado es la última, en el nivel de la gestión de la información pública; el peso de las otras cuatro más bien recae en las empresas tecnológicas o en las instituciones y organizaciones de la sociedad civil.
El derecho a la no desinformación constituye, entonces, una estrategia distinta, inédita y capaz de establecer sinergia con las otras ya disponibles. Su formulación y adopción pueden contribuir a frenar los mensajes desinformadores y a apuntalar la convivencia democrática. ν
Fuentes consultadas
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3. Bobbio, Norberto (1994). El futuro de la democracia. Santafé de Bogotá: Fondo de Cultura Económica.
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Erick R. Torrico Villanueva (Ph.D., Universidad Rey Juan Carlos, Madrid) es profesor-investigador en el Instituto de Investigación, Posgrado e Interacción Social en Comunicación de la Universidad Mayor de San Andrés, en La Paz. Fundó y dirigió el Observatorio Nacional de Medios y presidió el Tribunal Nacional de Ética Periodística en Bolivia. También presidió la Asociación Latinoamericana de Investigadores de la Comunicación. Es vicepresidente de la Asociación de Periodistas de La Paz.
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