“Posverdad”, libertad de prensa y democracia
36213
post-template-default,single,single-post,postid-36213,single-format-standard,bridge-core-3.3.1,qodef-qi--no-touch,qi-addons-for-elementor-1.8.1,qode-page-transition-enabled,ajax_fade,page_not_loaded,,qode-title-hidden,qode-child-theme-ver-1.0.0,qode-theme-ver-30.8.1,qode-theme-bridge,qode_header_in_grid,qode-wpml-enabled,wpb-js-composer js-comp-ver-7.9,vc_responsive,elementor-default,elementor-kit-41156

“Posverdad”, libertad de prensa y democracia

Juan Carlos Salazar del Barrio

Las desgracias, como reza el dicho popular, nunca llegan solas. La pandemia del coronavirus, que ha paralizado al mundo, ha dado paso a otro mal, cuyo virus se esparce con la misma velocidad, si no mayor, que la misma pandemia, un mal que la Organización Mundial de la Salud (OMS) ha bautizado como “infodemia”, y ha definido como “la obstaculización de la información, propagando pánico y confusión de forma innecesaria y generando división” sobre el coronavirus. 

Meses después, la OMS precisó el término y habló de “desinfomedia” para diferenciar las noticias falsas o malintencionadas de la simple sobrecarga de información sobre la pandemia, es decir la “infomedia”. En otras palabras, la “desinfomedia” es el contagio viral de las “fake news” (noticias falsas) relacionadas con la crisis sanitaria.

La pandemia y la “desinfodemia” se han unido en una tormenta perfecta en el marco de la excepcionalidad que ha impuesto el coronavirus a raíz de los estragos que está causando en la salud y la economía de la humanidad. Ya existe una vacuna para el covid-19, pero no para las “fake news”.

Según un estudio reciente, uno de cada cinco casos de manipulación rastreados en Europa, guarda relación con el covid-19. El Instituto Reuters de Oxford observó a su vez que el 88% de las afirmaciones falsas o engañosas sobre el coronavirus fueron propagadas por las plataformas de redes sociales y sólo el 9% por la televisión y otros medios de comunicación convencionales.

Se sabe que las informaciones falsas van más lejos y se difunden más rápido y más ampliamente que las verdaderas. Y se sabe también que este fenómeno crece significativamente en momentos de crisis. Hemos visto, por ejemplo, como proliferan e influyen en los procesos electorales, al punto de cambiar la balanza a favor de una u otra opción.

Como ha reconocido el creador de Facebook, Mark Zuckerberg, al referirse a las “fake news”, “nos enfrentamos a adversarios inteligentes, creativos y bien financiados que cambian sus tácticas cuando detectamos el abuso”.

Este fenómeno encuentra un campo abonado en el miedo y la ignorancia de las sociedades. Cuanto más desconocido es el problema que enfrentamos, cuanto menos sabemos de él, es mayor el temor que nos infunde. Es el caso del problema que nos ocupa. Las “fake news” se expanden como un virus, impulsadas por el pánico y porque la ciencia no tiene todas las respuestas que busca la gente para conjurarlo. 

El factor político

Es común ver en la actualidad imágenes y videos falsos en las plataformas de las redes sociales, particularmente en Facebook y WhatsApp. Una buena parte de estas piezas de desinformación son videos y/o fotografías de sucesos pasados que son sacados de contexto con el fin de crear una opinión pública funcional a los intereses de sus promotores.

Desde la aparición del brote en Wuhan, en China, hemos sido testigos de oleadas de “fake news”: desde las falsas teorías sobre el origen del virus hasta la infinidad de falsas recetas para la cura y el tratamiento del mal, sin olvidar las clásicas teorías de la conspiración que suelen acompañar a todo acontecimiento y terminan imponiéndose en la creencia popular.

Pero no es únicamente el miedo, una característica muy humana, ni la ausencia de respuestas de la ciencia, lo que alimenta este fenómeno. Hay también, como se ha detectado, un factor político. La utilización del miedo y el desconocimiento como arma de confrontación política.

¿Cuántos grupos de extrema derecha ven en la pandemia la oportunidad para imponer sus agendas racistas y xenófobas? Estos mismos grupos, sobre todo en Europa, pretenden culpar a determinadas minorías de la propagación del virus o socavar la confianza en los sistemas democráticos.

De las recetas milagrosas hemos pasado a las broncas políticas. Como alguien ha dicho: es más fácil que se aplane la curva de la pandemia que la de las “fake news”. Con razón, muchos analistas, sostienen que la “desinfodemia” está atacando a las democracias con una virulencia alarmante. Y no es un problema reciente ni se refiere exclusivamente a la pandemia.

En vísperas del estreno de la película “Los archivos del Pentágono”, basada en la investigación de “The New York Times” y “The Washington Post” sobre las mentiras del Gobierno de Estados Unidos acerca de la guerra de Vietnam en los años 70, su director y realizador, Steven Spielberg, afirmó que “la verdad nunca pasará de moda”. 

El filme relata cómo Washington engañó sistemáticamente a la opinión pública estadounidense, no sólo alterando la información sobre el conflicto, sino ocultándola para que nadie supiera que esa guerra estaba perdida desde su inicio. Todo en aras de la seguridad nacional.

Lo que hizo el Gobierno de entonces era apelar a unas “fake news” o “verdades alternativas” -dicho entre comillas-, para hace frente a la verdad desnuda de la guerra que los periodistas no tardaron en descubrir.

Hace veinte años, reflexionaba Spielberg en la ocasión, sostener que había que decir y publicar la verdad era una “obviedad”, pero en la actualidad es una afirmación “revolucionaria”. Y lo decía no porque antes fuera más fácil descubrir la verdad, sino porque ahora hay gente a la que no le importa prescindir de ella o que trabaja abiertamente para ocultarla o negarla. 

La mentira vendida como verdad

La victoria de Donald Trump y del Brexit, en 2016, puso de moda la palabra “posverdad”. “¡Bienvenidos a la era de la posverdad!”, escribió “The Economist” tras las elecciones de Estados Unidos y el referéndum británico. 

A fines de ese mismo año, el prestigioso diccionario de Oxford distinguió al término con el título honorífico de la “Palabra del año”. Dos años después, la propia Real Academia de la Lengua la incorporó a su acervo y la definió como una “distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales”.

En términos menos académicos, la “posverdad” es la mentira vendida como verdad. El periodista español Antonio Caño, exdirector del diario madrileño “El País”, la define simplemente como “la mentira premeditada y organizada”.

Entre los periodistas de mi generación se solía ironizar con la frase: “no dejes que la realidad estropee un buen titular”, pero lo que era una broma, ahora es una práctica habitual en las redes sociales. La ficción ha superado a la realidad.

El primero que habló sobre la “posverdad” fue el dramaturgo serbio-estadounidense Steve Tesich en un artículo publicado en la revista “The Nation”, en 1992, a propósito del escándalo Irán-Contras, el llamado “Irangate”, cuando el gobierno de Ronald Reagan vendió ilegalmente armas a Irán, en plena guerra con Irak, para financiar a los “contras” nicaragüenses que pretendían derrocar al gobierno sandinista.

Tesich escribió en esa ocasión: “Lamento que nosotros, como pueblo libre, hayamos decidido libremente vivir en un mundo en donde reina la posverdad”. 

Y en eso estamos 25 años después, en la era de la “posverdad”.

El periodismo se desarrolla principalmente en cuatro ámbitos: el democrático, el autoritario, el dictatorial y el ámbito de los conflictos armados. A mi tocó trabajar en todos ellos y en alguno que otro no clasificado, como el de la “dictadura perfecta”, como definió Mario Vargas Llosa al régimen de partido único del México del siglo pasado, y la “democracia imperfecta”, un modelo bastante conocido en América Latina.

Y también me ha tocado trabajar bajo un autoritarismo de nuevo cuño, el populismo, definido por el politólogo neerlandés Cas Mudde como una ideología que divide a la sociedad en dos grupos homogéneos y antagónicos: el de los «puros», por una parte, y el de las «élites corruptas», por otra.

En la actualidad es imposible leer un artículo sobre política sin toparse con la palabra “populismo”, porque, como bien dice Mudde, de un tiempo a esta parte, en casi todas las elecciones y referendos están presentes “un populismo envalentonado y una clase dirigente en horas bajas”.

Fue el triunfo del Brexit en el Reino Unido y de Donald Trump en Estados Unidos lo que también puso este tema en el tapete del debate global.

Los populistas, sobre todo los de derecha -dice Mudde- quieren hacernos creer, desde una pretendida superioridad moral, que la sociedad está dividida entre los “puros”, que son ellos, y la “élite corrupta”, que son los demás; entre los “puros”, que, obviamente, expresan la “voluntad del pueblo”; y los “corruptos”, que están en contra de los intereses populares.

La “posverdad” está directamente relacionada con el populismo. Se han aliado incondicionalmente, como el hambre con las ganas de comer. Y este fenómeno tiene mucho que ver con la esencia del periodismo, que es la búsqueda de la verdad y el escrutinio del poder.

La experiencia muestra como los líderes populistas se han puesto a demoler las instituciones y el sistema democrático. Lo hacen invocando esa misma democracia que les ha permitido ganar el poder, mientras sus seguidores propagan sus seudoverdades sin pudor ni cuestionamiento alguno. ¿Y cómo lo hacen? Pretendiendo establecer una comunicación directa con los ciudadanos, sin filtros, a golpe de tuits, y sin la fiscalización ni el cotejo de la información que difunden ni de las políticas que prometen.

Esta es la otra cara de las redes sociales. Pero lo que importa en este caso no es el soporte, sino el mensaje, la verdad, y lo que importa es defenderla, porque, como dice Spielberg, “la verdad nunca pasará de moda”.

Una campaña de desinformación sin precedentes

El asalto al Capitolio por los simpatizantes de Donald Trump del 6 de enero pasado estuvo precedido por una campaña de desinformación sin precedentes en el mundo entero. Según el “Washington Post”, el expresidente estadounidense dijo más de catorce mentiras diarias durante los tres primeros años de su mandato, lo que significa unas 15.500 mentiras en total, sin contar las de 2020.

Si eso es verdad, Trump no hubiese merecido ni un solo voto en las pasadas elecciones, pero obtuvo casi el 50 por ciento de la votación, con cinco millones más de votos que hace cuatro años. La terrible conclusión es que mentir no tiene castigo en política.

Bastaría recordar ese dramático episodio para llegar a la conclusión de que la desinformación, resultante de la manipulación de la información, convertida en “verdad alternativa” o en “posverdad”, pone en peligro no solo la libertad de expresión y de prensa, sino de todas las libertades y derechos que sustentan la democracia. 

Ante los ataques de Trump y la expansión de las “fake news”, el “Washington Post” llegó a decir: “La democracia muere en la oscuridad”. Periodismo y democracia son elementos de una misma mancuerna, que se condicionan mutuamente. Sin prensa libre no hay democracia y sin democracia no hay prensa libre. Por eso es tan importante buscar la verdad y contribuir a hacer la luz en la oscuridad.

La periodista brasileña Cristina Tardáguila, Directora Adjunta de la Red Internacional de Verificación de Datos, dice: “Estamos ante una globalización de la mentira”, porque “las fake news no tienen bandera. Ni idioma. Ni siquiera ideología definida”.

Las redes, es cierto, no tienen fronteras, sirven como simples vehículos de difusión de las ideas, buenas o malas. Entonces, no tiene sentido echarle la culpa a estas herramientas tecnológicas.

Marshall McLuhan dijo hace más de medio siglo que “la humanidad habita en una aldea global”, en la que se pueden conocer de manera instantánea los hechos que ocurren en cualquier parte del mundo como si ocurrieran en una pequeña aldea. ¿Qué diría ahora? La paradoja de nuestro tiempo es que estamos viviendo en un mundo hiperconectado y con un acceso sin precedentes a la información de todo tipo, pero, por eso mismo, estamos más expuestos que nunca a la manipulación y al engaño.

El problema, pues, no son las redes sociales, que son los instrumentos que tiene la gente para interactuar en el seno de una sociedad, sino nosotros mismos como agentes y sujetos de esa interacción. Hoy más que nunca es importante formar ciudadanos con espíritu crítico, informados y conscientes de lo que reciben y leen a través de las redes, capaces de hacer por sí mismos lo que hoy hacen los verificadores: chequear y verificar la información antes de compartirla. 

Somos los únicos anticuerpos de este mal del siglo XXI. Los ciudadanos, los medios y los periodistas.

La fidelidad a los hechos se ha convertido en un asunto de la mayor importancia. Como dice el historiador estadounidense, Timothy Snyderm, autor del ensayo “Sobre la tiranía”, el lema de los periodistas en los tiempos actuales debería ser: “Los hechos son nuestro trabajo, los hechos importan, los hechos son reales, conocer los hechos beneficia al público y por eso estamos comprometidos con los hechos”. ν

 

Juan Carlos Salazar del Barrio es periodista, cofundador de la Agencia de Noticias Fides, exdirector del Servicio Internacional en Español de la agencia DPA, exdirector del periódico Página Siete. En 2016 recibió el Premio Nacional de Periodismo que otorga anualmente la Asociación de Periodistas de La Paz (APLP). Ha coordinado sendos libros de historia del periodismo: De buena fuente (Madrid, 2010), sobre la historia del Servicio Internacional en Español de la Deutsche Presse-Agentur (dpa), y Presencia, una escuela de ética y bueno periodismo (La Paz, 2019), sobre el diario católico boliviano “Presencia”.

No Comments

Sorry, the comment form is closed at this time.