Confianza y realidad
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Confianza y realidad

 

Poder contar con un buen margen de confianza permite que la comunicación llegue a ser aceptada como creíble. La confianza hace más laxos los requerimientos de verosimilitud, los que no siempre se requieren de manera explícita sino más bien se dan por sentados.

La confianza se convierte en un presupuesto de las relaciones a diversos niveles. Cuando uno hace un acuerdo establece un compromiso. Ambas partes esperan, si lo hicieron de buena fe, que la otra parte lo cumpla. De las relaciones personales se puede pasar a las relaciones sociales y estadios más amplios y complejos como son las relaciones internacionales. Este a priori no necesariamente funciona sin tropiezos. Las trampas urdidas a la sombra de un acuerdo emergen con frecuencia y en formas cada vez más sofisticadas.

Los presupuestos sobre los que se basan las opiniones respecto a países, personalidades y medios, tienen una historia tejida en parte sobre hechos a los que se han adosado interpretaciones intencionadas, ignorancia de ciertos sucesos, acentuación de situaciones menores, ininterrumpida presencia de personas o realidades que se quieran imponer. Este trasfondo que se va sementado como realidad incontrastable se convierte en el principal materia prima con el que se forman las opiniones, las que alejadas de toda racionalidad o cuestionamiento son la base de confianza con que cuentan los que deciden cuál es la verdadera historia.

El desarrollo tecnológico que se produce prematuramente en el siglo XX, siempre es bueno recordarlo, no solo ha ido afianzado el poder de los países centrales sino ha permitido la incesante y creciente concentración de recursos económicos. Esta nueva realidad que iba creciendo aceleradamente en esos países va a brindar la oportunidad para que la comunicación se convierta en un fuerte aliado para estimular la confianza de la gente como camino para diseñar la sociedad y la vida de los seres humanos.

Una breve mirada a algunos hechos históricos ayudan a comprender un proceso que, en esos primeros años del siglo XX, comenzaba a desarrollarse de una manera creciente. No resultará difícil trazar paralelismos con otras situaciones que nos permitan esclarecer la historia reciente.

A partir de esa época, la producción en masa se había convertido en una realidad. Al racionalismo industrial aplicado por Frederick W. Taylor a la organización de los trabajadores para la producción en masa, le siguió el sueño cumplido de Henry Ford, de producir “un auto para la gran multitud” (foto abajo). Su técnica se asentaba en dos elementos básicos: un sistema de trasmisión y la limitación de cada trabajador a la repetición continúa de una sola tarea. Una técnica que requería planificación y sincronización.

En pocos años, desde 1909 en que se comenzó a fabricar el primer auto, el precio de cada automóvil se había reducido en un tercio. Los EE.UU. habían experimentado el mayor crecimiento de todo el mundo capitalista: entre 1921 y 1929 habían logrado duplicar su producción y de la producción mundial concentrar el 44%. El éxito económico y las ofertas de trabajo, tuvieron más repercusión que la reacción a los efectos que la aplicación de esa tecnología producía en los obreros que trabajaban bajo ese sistema.

El notable crecimiento económico hizo pensar a economistas y dirigentes políticos que se iniciaba una nueva era para el capitalismo, libre de las bruscas crisis cíclicas que solían azotarlo. Esta confianza se tradujo en la compra masiva de acciones de las empresas industriales. Los capitales de todo el mundo fluían hacia la Bolsa de Valores de New York. La compra casi desenfrenada de acciones entre 1927 y 1929 creció un 89%. Sin embargo, la producción industrial sólo había crecido un 13%.

Aunque la especulación financiera permitía ganar mucho dinero en poco tiempo, el precio de las acciones estaba muy por encima del crecimiento real de las empresas. Este desfase fue uno de los factores que preanunciaron la crisis que desembocó en la estrepitosa caída de la bolsa de Wall Street y la crisis generalizada de la economía estadounidense. Casi un 25% de los obreros industriales habían perdido sus trabajos y los salarios se habían depreciado alrededor de un 60%.

Las primeras décadas del siglo XX ven surgir, junto con el desarrollo industrial, el desarrollo de la incipiente industria cinematográfica que alcanza una inusitada popularidad. La necesidad de entretenimiento en un clima de largas y cargadas jornadas laborales era creciente. El desarrollo del cine mudo alcanza a grandes masas que no requerían de mayor capacitación para gozar de obras que hablaban de su propio entorno. Lamentablemente muchas de esas obras se han perdido. Por un lado, por la desidia de las productoras para su debida preservación como por el material que, en base al nitrato, era altamente inflamable y susceptible de rápida combustión.

De todas maneras la historia del cine ha recogido un número considerable de obras que reflejaban la situación social de aquel momento. El historiador cinematográfico Kevin Brown en su obra Behind the Mask of Innocence (Detrás de la máscara de inocencia) devela la imagen que presenta el mundo de principios de siglo que “… ha llevado a la gente a asumir que la vida fue apacible, más gentil y civilizada.” Pero la era del cine mudo, según Brown registra otro mundo, el de la corrupción política, la esclavitud de los trabajadores, la explotación de los inmigrantes entre otros muchos males sociales.

Esta cruda realidad era ignorada por los poderes económicos. Por ejemplo, una huelga era considerada por un empleador antes que una legítima expresión de reclamo de justicia una declaración de guerra civil. El presidente de un ferrocarril escribió: “Los derechos y los intereses de los trabajadores estarán protegidos y cuidados no por los agitadores laborales, sino por el caballero cristiano a quien Dios le ha dado el control de los derechos de propiedad del país” (Brown, 463)

Cuando en 1936, Charles Chaplin estrena su filme “Tiempos modernos” (foto a la página anterior), los EE.UU. estaban atravesando los primeros años posteriores a la “gran depresión” que, desde 1929, azotaba los mercados y, en consecuencia, las industrias. Chaplin describe la deshumanización de las fábricas y sus sistemas de producción en serie. Charlot, un obrero de una de estas fábricas cuyo trabajo consiste en apretar tornillos en una cinta móvil, sufre las consecuencias de este proceso de deshumanización.

El filme destaca los desbarajustes producidos entre la máquina, que sigue su ritmo incesante, y la lucha del ser humano por librarse de la rutina que lo aliena. No resulta un dato menor que ésta fue la última película no sonora de Chaplin. En la crítica publicada después de su estreno, el New York Post no alcanzó o no quiso a percibir su denuncia: “Su tema no es tanto una fustigante sátira contra la era del maquinismo como un recurso para utilizar la máquina para explorar nuevas posibilidades para la comedia…”

Cuando el poder se convierte en el bien supremo todo otro valor queda relegado o ignorado. Todo se sujeta a los “bienes supremos” de la defensa y la protección del voraz poder político y económico donde las reglas establecidas de antemano se han tornado inamovibles.

Las posibilidades tecnológicas han mostrado que pueden proveer una sólida base para manipular la comunicación. No necesitan hacer explícito su mensaje, sino llevarnos a aceptar su poder como una fuerza valiosa y la inevitabilidad de los efectos que puede producirnos. Seguramente esta es una importante conquista en el proceso de domesticación, aceptar que las reglas que se imponen son las únicas posibles.

Escribiendo acerca del lenguaje de la manipulación, Armand Mattelart afirma: “El mensaje-mercancía que el producto depara al consumidor viene sellado. Es un producto salido del proceso de producción y, según indica su etimología, consumado, acabado, ‘perfecto’. Por cierto, se trata de un producto que puede transitar por todas las gamas y versiones que cruzan entre paternalismo y autoritarismo: sugiere, insinúa o impone, pero siempre esquiva la participación del usuario y determina el modo único de recibir.”

¿Hasta qué punto nuestras sociedades se han dejado llevar por un determinismo preestablecido que ha permitido que sus vidas sean decididas por ocultas fuerzas que le incitan a la pasividad? Pero, al mismo tiempo, ¿hasta qué punto el deslumbramiento producido por la prédica de un futuro plagado de quimeras de vida desbordada de bienes no ha sido una valiosa arma para consumar el dominio y ejercer el poder sobre la gran mayoría?

Responder afirmativamente a estas preguntas sería ignorar que es posible detectar en cada sociedad sometida, y en las luchas por la supervivencia, destellos de esperanza que van más allá de las conquistas materiales. Destellos que se traducen en lucha y lucha que se traduce en vida.

Es un hondo rechazo a la resignación, a vivir masificado y alienado. Se ha preguntado con insistencia sino debiéramos comenzar a considerar con mayor seriedad las contradicciones del mismo sistema en el que estamos inmersos. En el mismo mensaje del status quo, de la resignación y el consumismo, hay un germen que genera la pregunta del por qué y preanuncia la necesidad del cambio.

Como lo afirmaba un grupo latinoamericano de comunicadores: “Podemos revitalizar nuestros compromisos y nuestra fe, denunciando la mentira y fundando, creativamente, las bases de un futuro más humano. Para eso debemos planificar acciones que engrandezcan la vida de todos.”

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