La responsabilidad de hacer memoria
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La responsabilidad de hacer memoria


Cubrimiento periodístico, en el Caguán, durante el desarrollo del Plan Patriota en el 2004.


Hace 20 años que ejerzo el periodismo. Inicié muy joven, en medio de la difícil situación que afrontaba mi país. Era un momento determinante porque el narcotráfico había permeado todas las esferas de la sociedad, incluso el mismo periodismo. Desde que tengo memoria me gustó escribir; escribía ensayos y poesías. En la secundaria hacía crónicas sobre lo que pasaba en el país y veía a través de la pantalla del televisor.

Pero la vida y el esfuerzo de mi madre me dieron la posibilidad de ir a la Universidad, estudiar periodismo y mi primer encuentro con la reportería en la calle me llevó a una de las cárceles más peligrosas del mundo, en el corazón de mi ciudad: Bogotá. Tenía apenas 22 años.

En la cárcel La Modelo me encontré con la realidad del país. Había reclusos de las guerrillas, el paramilitarismo, la delincuencia organizada y la mafia. Nunca antes un periodista les había dado un espacio para que pudieran expresar sus opiniones y para denunciar las crueles violaciones de derechos humanos que allí se afrontaban. Ellos eran criminales, pero aun así tenían derechos.

Entonces decidí combinar mi trabajo de reportera con la acción social. Apoyé campañas para que aprendieran a leer y escribir, les ayudé a hacer un periódico en la cárcel y cuando no estaba en el campo de combate cubriendo la guerra, iba a la cárcel a darles clases de escritura, redacción y fotografía.

En medio de ese ejercicio, descubrí como desde allí, desde la cárcel, se movía una de las redes de tráfico de armas y secuestrados más grandes del país. Era una organización criminal dedicada a negociar con la vida de seres humanos. Comerciaban con armas de todos los calibres, desde granadas hasta fusiles y morteros; y lo más triste era que integrantes de la Fuerza Pública (el Ejército y la Policía) participaban en la red corrupta.

Unos se dedicaban a comprar, otros vendían y los paramilitares y guerrilleros les compraban. Todos comían del mismo plato corrupto. Públicamente se combatían y en privado eran socios.

Fue así como empecé a denunciarlos desde las páginas del diario El Espectador, pero el poder que estaba detrás de esta organización quiso silenciarme y el 25 de mayo del año 2000, cuando intentaba entrevistar a un jefe paramilitar fui secuestrada en la puerta de la cárcel, llevada a 130 kilómetros de Bogotá, torturada y violada por tres de mis secuestradores.

Marcha de la campaña No Es Hora De Callar, el  25 de noviembre de 2013, en contra de la violencia hacia las mujeres.


Me mataron en vida.

Tenía dos opciones: el exilio, que fue la alternativa que me dejó el Estado colombiano y el suicidio que era lo que yo quería. Pero un profundo amor me llevó a escoger lo que salvó mi vida: el periodismo.

Me consagré en cuerpo y alma a documentar la guerra en Colombia. Pese a las amenazas que persistían y la obligación de movilizarme escoltada todo el tiempo, me metí en las entrañas del conflicto armado. Mi vida se trasladó a las zonas de combate. Perdí la cuenta de los centenares de muertos que vi en estas décadas, de todas las historias que encontré y escribí, del inmenso dolor que intenté plasmar en mis escritos.

Me dediqué a encontrarme con esa otra Colombia, la que muchos periodistas cubrían desde sus escritorios en las ciudades capitales. De esa Colombia que la inmensa mayoría desconoce.

Pero había algo que me pesaba, que todas las noches, cuando quedaba sola en la oscuridad de mi habitación o del lugar donde me encontrara el trabajo, me atormentaba. Era el silencio de no reconocerme como víctima. Siempre pensé que solo podía ser periodista y nada más.

Pero en agosto del 2009, cuando decidí hablar públicamente de mi secuestro, sin ser consciente en ese momento del giro de 180 grados que iba a dar mi vida, me convertí en la voz viva de las mujeres víctimas de violencia sexual. En esa misma fecha nació mi campaña No Es Hora De Callar (It’s No Time To Be Silent). Esta frase se convirtió en una consigna de lucha, de reivindicación, de visibilidad para miles de afectadas.

Y entendí, una vez más, que el periodismo tenía una gran responsabilidad social. Y más que eso, tenía que hacer memoria. Durante largos años los periodistas de los grandes medios de comunicación nos dedicamos a hablar de la guerra sin un hilo conductor, sin llevar la cuenta de la barbarie que azotaba a Colombia, sin tener conciencia de que éramos en verdad los responsables de construir el documento fiel de la memoria de un país.

Creo, con todo respeto por mis colegas, que hicimos un trabajo muy mediocre en gran parte, a la hora de informar sobre el conflicto armado colombiano. Tenemos una gran responsabilidad y aunque también hubo muchas víctimas que puso el periodismo, no puedo dejar de sentir que quedamos en deuda.

Y lo analizo con mayor determinación cuando veo la falta de visibilidad que le hemos dado a crímenes tan atroces como los de la violencia sexual. Los grupos armados usaron los cuerpos de las mujeres como arma de guerra. Por décadas la violación se usó para castigar al adversario y para sembrar el terror en poblaciones que fueron expropiadas y sometidas por quienes tenían el poder del fusil. Los medios guardaron silencio. Y ese silencio alimentó la impunidad que hoy aún arropa a los victimarios y fustiga a las víctimas.

Es por eso que en este momento en que se acaba de firmar un proceso de paz con la guerrilla de las Farc, el papel de los medios masivos de comunicación y los medios sociales y comunitarios cobra tanto valor.

Darle voz y rostros a las víctimas es el mejor mecanismo de incentivar la no repetición. Cuando los periodistas tuvimos que llegar a los sitios donde acababan de ocurrir las masacres paramilitares y las tomas guerrilleras, siempre teníamos en frente los cuerpos impactados y mutilados y el olor a muerte que quedaba en la nariz por semanas.

Pero la misma dinámica de la guerra nos llevó a que esa barbarie se tradujera solo en cifras, en números. Los muertos ya no tenían nombre y la desolación se convirtió en parte del paisaje. Sin saberlo, los propios medios y los periodistas renunciaron a la memoria y se inclinaron por la estadística.

Ese es el reto hoy, porque de cara al posconflicto podemos resarcir en algo la falta de documentación de nuestra propia historia. Tenemos el reto, seamos medios grandes o pequeños, de tejer y contar una nuevo capítulo en la vida de Colombia. Pero no es solo la responsabilidad de un país; América Latina afronta dos problemas catalogados como transnacionales: el narcotráfico y la violencia contra la mujer.

Esas no son las guerras del futuro, son las del ahora y le quitan −entre las dos− cerca de 8,6 por ciento del producto interno bruto a nuestros países. 

Hoy la campaña No Es Hora De Callar, la iniciativa que me cambió la vida por segunda vez, cuenta con el apoyo del periódico El Tiempo (el más importante de Colombia), es reconocida no solo en mi país, también a nivel internacional. Esta frase busca incentivar a las mujeres para que denuncien cualquier tipo de violencia en su contra. 

La violencia contra las mujeres fue declarada como una pandemia mundial por las Naciones Unidas, pero también es el principal factor de afectación a las mujeres en toda América, más que el cáncer. Desde Canadá, hasta la Patagonia argentina, la violencia de género ha dejado a miles de mujeres asesinadas, violadas, estigmatizadas, golpeadas y sometidas. No necesitamos un conflicto armado para que las mujeres sean víctimas. Son más las mujeres afectadas en el seno de su hogar que en las propias áreas de combate.

Y por ellas también debemos hacer memoria. Los retos en la comunicación son inmensos y nuestra responsabilidad como agentes sociales también. Habremos ganado una gran fortuna cuando emporios de comunicación, medios masivos, medios sociales, periodistas y comunicadores, entiendan que están llamados a transformar realidades, pero sobre todo a construir memoria. Y cuando existe la memoria es posible el cambio.

¡No Es Hora De Callar! 

 

Jineth Bedoya Lima es periodista colombiana secuestrada en mayo de 2000 y en agosto de 2003 por grupos paramilitares y de guerrilla en Colombia. En 2000, Bedoya fue galardonada con el Premio CJFE patrocinado por la asociación de Periodistas canadienses para la Expresión Libre. En 2001, Bedoya fue galardonada con el premio al «Coraje en Periodismo» de la Fundación Internacional para las Mujeres en los Medios. Actualmente trabaja como periodista y subdirectora de judiciales para el periódico El Tiempo.

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